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LA PASION MISTICA DEL CUERPO SACRAMENTAL DE CRISTO

11 de junio de 2013

El Rvdo. Padre D. Teodosio de la Iglesia y Caridad  es un joven sacerdote diocesano, tiene a su cargo varias parroquias y obtuvo, tras ordenarse, una licenciatura en Teología.  

Muchos años  antes de la publicación del mutu proprio Summorum Pontificum ya rezaba el Oficio Divino Tradicional y celebraba la Misa de San Pío V en privado, a la vez que obedecía celebrando el moderno rito en sus parroquias.

Desde su más tierna juventud sintió un gran amor por la Misa más que milenaria. Pero durante casi 14 años, la sempiterna pregunta: “¿cómo podría estar prohibida una Misa promulgada a perpetuidad que lanzaba los anatemas de S. Pedro y San Pablo contra quien osare modificar su substancia  en el futuro, mientras le obligaban a celebrar un rito nuevo que ya no expresaba la fe católica con perfección y que iba vaciando las iglesias?”, laceró continuamente su alma hasta lo más profundo. D. Teodosio explica en su escrito así esta interior ruptura:

“Por lo que a mí respecta, quiero hacer pública profesión de mis errores. Durante años me sentí llamado a la Liturgia tradicional, pero seguí celebrando la reformada por creer que debía obedecer a la Iglesia, motivo por el cual abracé también los errores del Vaticano II. Sólo Dios sabe las dudas y oscuridades por las que he pasado, sin duda por mis pecados, de los que me duelo hasta la muerte. Me sentía dividido entre la claridad  del Espíritu Santo que me venía de la Liturgia y la Fe tradicionales, a las que intentaba abrazarme, y el ángel de la luz que me atraía sin yo quererlo.” 

Acogió entusiasmado la Carta Apostólica sobre la liberalización de la Misa clásica, de Benedicto XVI, pero pronto le decepcionó comprobar y padecer la triste realidad de la oposición masiva de los obispos y Conferencias Episcopales a la Santa Misa Tradicional. 

Pero Dios aceptó sus sufrimientos y escuchó su plegaria, otorgándole la claridad teológica y la fortaleza para decidirse, al fin, por sólo celebrar el Santo Sacrificio de la Misa en sus parroquias y los otros sacramentos, según el rito tradicional, y no volver a oficiar la misa de Pablo VI. Lo que sigue es fruto de la reflexión y oración de varios años, razones  quen ha determinado  su suma a la Tradición y entrega definitiva al Cuerpo Místico sufriente de Cristo.

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LA PASION MISTICA DEL CUERPO SACRAMENTAL DE CRISTO

 Por D. Teodosio de la Iglesia y Caridad

 

Después de largos años meditando sobre todo cuanto ha sucedido en la Iglesia latina a raíz del Vaticano II, siento la llamada a poner por escrito y dar a conocer mis conclusiones. Pido a quien esto lea, por la llagas de nuestro Señor Jesucristo y por los dolores de su Santísima Madre, que antes de entregarse a su lectura acuda en la oración a ambos y al Espíritu de Dios a fin de que reciba la luz necesaria y la apertura de su mente que le posibilite comprender cuanto sigue. A ellos elevo yo también mi humilde oración.

1. Antecedentes.

Sabido es que todo el siglo XIX representa para la Iglesia de Dios una lucha encarnizada entre el Reino de Cristo y el principado de las tinieblas, lucha que hasta comienzos del siglo XX se saldó con la invicta resistencia de la santa Iglesia, asediada de sus enemigos por todas partes. Ni el liberalismo político y social, verdadera peste del diablo, ni el naturalismo, ideado por los enemigos de Dios e inoculado por medio de la masonería en el mundo occidental, ni tampoco el materialismo ateo insuflado por los mismos enemigos por medio del comunismo internacional, pudieron en lo más mínimo conmover los cimientos del Cuerpo místico de Cristo, que es únicamente la Iglesia Católica Romana. No parece errado decir que, durante todo aquel siglo, estuvo Cristo Señor, en la figura de los Romanos Pontífices, discutiendo y porfiando con los escribas y fariseos de este mundo. Y los secuaces de Satanás, llenos de odio y de envidia mortal, viendo que, atacado de frente, el Reino de Dios era inexpugnable, arbitraron infiltrarse en él para, desde dentro, ir minando la solidez de los cimientos e ir abriendo puertas y ventanas al humo del diablo.

Es de señalar que la Iglesia de Dios conserva por un lado cuanto Cristo Señor entregó a los Apóstoles, y éstos a su vez comunicaron a sus sucesores, es decir, la Fe y la Moral apostólicas así como los siete Sacramentos, y por ello y con razón decimos en el Credo que ella es Apostólica, sin que pueda haber fuerza humana que baste a eliminar o corromper este depósito apostólico, y por otro cuanto el Espíritu Santo, que como enseña el Papa Pío XII, f. m., es el alma del Cuerpo místico de Cristo, ha ido instituyendo en la Iglesia de Dios con el paso de los siglos. Nada de cuanto la Tradición continua y unánime contiene es invención humana ni disposición debida a ideas de particulares, sino que todo, hasta la última coma, es por disposición del Espíritu de Dios, que como he dicho es el alma de la Iglesia. Toda la Liturgia, tal como quedó sancionada con posterioridad al Concilio de Trento, la Fe y la Moral tal como el Espíritu Santo hizo que se desarrollara, en acuerdo siempre con todo lo apostólico y como evolución homogénea de ello, la Ley canónica y en suma, cuanto tenía y guardó siempre santamente la santa Iglesia, todo ello procedía del Espíritu de Dios, y era la palmaria manifestación ante el mundo de un Cuerpo ya adulto y plenamente desarrollado. Desoír o desatender a la Tradición de la Iglesia es cerrarse al Espíritu Santo que en ella alienta.

2. Los años preconciliares.

Ahora bien, es lógico pensar que los enemigos de Cristo Señor, infiltrados ya en su Esposa, tuvieran conciencia de que no les era posible subvertir en breve tiempo todo el orden establecido por Dios en la Iglesia sin que al mismo tiempo se produjera una reacción visceral de parte de clero y fieles que a ellos mismos les dejara convencidos de traidores que actuaban no en la persona de Cristo, sino en la de Judas. Idearon, pues, ir cambiando algunas cosas que parecían menos importantes y siempre bajo especie de bien, haciendo aparentemente luminoso, con el apoyo del ángel de la luz, lo que no era en realidad sino profunda tiniebla. Y así empezaron a reclamar, a modo de nuevos corifeos del veneno protestante, que se pusiera indiscrimidamente en manos de los fieles la Sagrada Escritura, si bien con traducciones hechas sobre la base de la Vulgata. No afirmaré que sea malo que los fieles conozcan el contenido de la Palabra de Dios escrita, pero sí que es gravísimo peligro que este conocimiento lo adquieran ellos de por sí, sin una sólida formación teológica y sin nadie que les explique en cada momento tantos pasajes difíciles como ella contiene. Es además un velado ataque tanto a la Tradición como al Magisterio de la Iglesia, pues es a los Pastores y a no a otros a quienes Cristo Señor encomendó el conocimiento, guarda y explicación de la Palabra de Dios, así de la Tradición como de la Escritura, al punto que nadie debería dejar de ver el riesgo que encierra el que los fieles conozcan por la Palabra de Dios escrita cómo era la Iglesia en sus embrionarios comienzos, sin que al mismo tiempo se les explique por qué por la Tradición y por el Espíritu de Dios ha llegado a desarrollarse y a ser lo que es. Se abría así también la puerta a que en el futuro, al ver la reformas que los novadores planeaban, no vieran los fieles nada que les extrañara por parecerles una vuelta a los orígenes de la Iglesia que leían en los escritos apostólicos, por ignorar la importancia capital que la Tradición tiene en la Iglesia de Dios.

En efecto, la diferencia tan palmaria entre la naciente Iglesia apostólica y la Iglesia como después se desarrolló por impulso del Espíritu Santo puede resultar escandalosa a los fieles que ignoran prácticamente cuanto va más allá del Catecismo. Si la Palabra de Dios, así oral como escrita, pertenece a todo el Cuerpo de la Iglesia, es a los Pastores a quienes corresponde en exclusiva servir a los fieles este manjar, lo mismo que es a ellos a quienes toca administrarles los Sacramentos y, señaladamente, el alimento celestial que es el adorable Cuerpo de Cristo. Permitir que los fieles puedan poseer una Biblia y leerla cuando se les antoje equivaldría a concederles el llevar el Santo Sacramento del altar a sus casas para comulgarlo cuando bien les parezca, lo cual, a nadie se le oculta la blasfemia y sacrilegio que tal práctica encarnaría. Acaso se les podría conceder en edición vernácula el libro de los Santos Evangelios, pues es claro que lo que el Divino Maestro enseñó públicamente a las turbas no ha de ser escondido por los Pastores ni ignorado de los fieles. En cualquier caso, lo que la Sagrada Escritura y la Divina Tradición es para la Jerarquía de la Iglesia, eso mismo es el Catecismo para los fieles, pues contiene todas las verdades que necesitan saber para su salvación enseñadas con autoridad apostólica por los Pastores de la Iglesia. Muy conveniente les es también a los fieles el Misal traducido, con el cual pueden seguir fácilmente la Santa Misa y que, además, contiene una selección de lo más granado de los Santos Evangelios y de las Epístolas apostólicas, por lo que entiendo que es un libro muy recomendable para ellos.

En el año 1907 tomó Cristo Señor látigo en mano y entrando en el Templo de su Santa Iglesia en la figura de de San Pío X expulsó a los mercaderes que vendían y traicionaban la verdadera Doctrina, por medio de la Encíclica Pascendi y el Decreto Lamentabili, documentos los más santos y religiosos que se pueda encontrar y de maravillosos frutos para la Iglesia de Dios, los cuales, si hubieran sido religiosamente observados por todos sus sucesores, hubieran bastado a evitar la Pasión y ruina que, con todo, se avecinaba. Mas al tiempo que los enemigos de Cristo tramaban su condena y muerte en la persona de su Esposa, apenas es de creer el amor y cercanía que el Divino Maestro le manifestó, y todo ello a lo largo de la primera mitad del s. XX. Y así, en 1911 publicó el mismo Papa San Pío X una nueva distribución del Salterio en el Breviario, la cual, como no podía ser de otro modo proviniendo de tan santo Pontífice, sobre hacer a los sacerdotes más llevadero el peso de la oración cotidiana, es de todo punto admirable por el acierto que representa en todos los sentidos, sin que le falte un fuerte engarce en la Tradición, de la cual no es, en realidad, más que reforma y adaptación a las condiciones en que de hecho se rezaba el Breviario Romano, respetando la tradicional costumbre de rezar un Salterio completo a la semana, e incluso el esquema fundamental del Salterio anterior. Obra que, a lo que entiendo, ha de perdurar intacta hasta el final de los tiempos.

No contento el Divino Fundador con renovar la oración de su Iglesia, que es la voz misma de su amadísima Esposa, y en vistas de la Pasión que había de sufrir en pocos años, inspiró a los Romanos Pontífices, sus Vicarios, que permitieran la celebración de la Santa Misa por la tarde y redujeran el ayuno eucarístico a solas tres horas, regalo éste señaladísimo por parte del Divino Corazón de Cristo, pues así podía la Santa Iglesia hacer un uso más frecuente y asequible del Sacratísimo Cuerpo sacramentado de su Señor. Pues es muy cierto que cuando los discípulos de Cristo tienen a su Señor con ellos, no deben ayunar, como el mismo Divino Maestro nos enseña, y porque el sufrimiento que la santa Iglesia había de ser tal en pocos años y tales los dolores que habían de padecer los verdaderos cristianos, que no parecía adecuado que hubieran de añadir a tales dolores los inconvenientes que se derivan de una disciplina más estricta, muy digna sin duda de respeto y reverencia por pertenecer a la Tradición de la santa Iglesia, pero adecuada más bien para otras épocas y no para aquella en que, como no había sucedido de modo semejante en toda la historia, había de padecer el Cuerpo místico de Cristo y en él, también su Cuerpo eucarístico.

Y era muy conveniente que el ayuno eucarístico se redujera a tres horas para que los fieles, observándolo religiosamente, tuvieran memoria de las tres horas que el Divino Maestro padeció colgado en el madero de la Cruz, y fue casi como inspiración profética de la Pasión jamás vista que en pocos años aguardaba a la Iglesia de Dios. Porque a la verdad, ya el Señor Jesucristo había convidado a todos los fieles, con el decreto del Papa San Pío X, a que acudieran con mayor frecuencia, y aun diariamente, a fortalecerse en el altar con el manjar eucarístico, manifestando así el ardiente deseo que le consumía de alimentar con mayor fuerza y frecuencia el vigor de sus ovejas. Prueba todo ello, la más inequívoca, de la urgencia del momento, y de la necesidad en que se encontraban los discípulos del Señor de adquirir fuerzas para afrontar los años subsiguientes. Así también quería dejarles memoria, como otrora en la Ultima Cena, del Sacrificio que esta vez iba a consumar así en su Cuerpo eucarístico como en su Cuerpo místico.

Manifestó de nuevo el Señor Jesucristo el amor indecible por su Iglesia al publicar el Papa Pío XII el Ordo de la Semana Santa reformado por su mandato, en el cual, sobre conservar las instituciones fundamentales de los siglos precedentes, proveía a una mayor sencillez de las celebraciones, sin que nada perdieran de su dignidad y hermosura, antes bien, recuperando todo su sentido por volver las celebraciones a la hora en que habían sucedido los acontecimientos que en ellas recordaban. Mas aquí se aprecia de nuevo el maligno influjo de los enemigos de Dios infiltrados en la Iglesia, pues no dejamos de encontrar, cosa no vista hasta entonces, oraciones en las que se prescribe que el sacerdote ha de recitarlas mirando hacia los fieles lo que, por estar en general nuestras iglesias orientadas, es tanto como decir que ha de mirar hacia occidente, lugar de las tinieblas y por ello, del diablo, al que bien pudiera parecer que se dirigían aquellas oraciones.

Todo lo peor que ha azotado nuestro mundo en los últimos siglos ha venido del norte y de occidente, pues, en efecto, del norte, de Alemania, vino la peste luterana, y vinieron también los novadores que torcieron el rumbo del Vaticano II, y de occidente, en concreto de más allá de los confines del viejo mundo, ha venido el liberalismo político y social, la libertad religiosa, el sionismo internacional, el fuego atómico, la inmoralidad de todo género introducida en radio, cine, televisión e internet, y casi todos los inventos modernos que hacen la vida más cómoda, pero no más santa ni más cristiana y que, en incontables casos, han sido la puerta por donde el diablo ha entrado a corromper la sociedad cristiana.

Toda la obra realizada por los Papas preconciliares quedó definitivamente codificada por el Papa Juan XXIII, f. m., con el nuevo Código de Rúbricas de 1960 en el que, además, admitía la simplificación de las Rúbricas decretada por Pío XII en 1955. Obra sin duda admirable por la sencillez que imprime a las varias ordenanzas sobre las cuales se sustenta el Breviario y el Misal romanos, sin que por ello se pierdan las instituciones fundamentales que nos legaron los siglos, y son asequibles a todos, sacerdotes y fieles, que pueden ordenar la celebración y seguirla en sus Breviarios y Misales con mayor facilidad y de forma más segura. Tal vez no fuera un pleno acierto la simplificación de los Maitines, sobre todo por lo que hace a los Domingos, pero pienso que esta disminución del peso de la oración canónica bien se ha entender como disposición de la Divina Providencia, por la inmensidad del trabajo y el sufrimiento indecible que habían de padecer los verdaderos sacerdotes de Jesucristo, a los cuales no se les había de exigir en tales ciscunstancias más de lo estrictamente necesario. Y esto es mucha verdad, pues aun con todas la simplificaciones que el Breviario de Juan XXIII representa con relación al de San Pío X, el Salterio aprobado por este Pontífice permanece intacto y con él, y siendo rezo estrictamente hablando tan sólo los Salmos, permanece también intacto el peso substancial del rezo cotidiano.

Alguna atención merece el rito reformado de consagración de Iglesias y altares promulgado por el mismo Juan XXIII. Verdad es que el Rito tradicional al respecto era, casi con toda certeza, el más largo y complicado de todo el Rito Romano, y es también verdad que el reformado, aun conservando todo lo fundamental del rito de siempre, está más aligerado sin perder de nuevo por ello su dignidad y belleza. Pero aquí encontramos de nuevo la insistencia en que se recen algunas oraciones mirando hacia occidente, lo que no deja de llamar la atención, pues lo encontramos también, como se ha dicho, en la Semana Santa de Pío XII. Me he preguntado en ocasiones si lo que los secuaces de Satán infiltrados en la Iglesia de Dios pretendían no sería que, los sacerdotes, aun sin saberlo ni quererlo, rezaran hacia el diablo.

Resumiendo todo lo dicho hasta ahora, hacia 1962 la santa Iglesia de Dios seguía siendo la fortaleza de siempre, pues nada substancial se había variado en ella, conservaba limpia y pura la Fe y la Moral católicas, y prácticamente toda su disciplina. Y lo que es más importante, había experimentado un cercanía tal de su Señor como tal vez no se recuerde en toda la historia de la Iglesia, pues El mismo la había adoctrinado con Encíclicas y otros documentos de los Sumos Pontífices que aúnan la mayor pureza de las enseñanzas junto con la valentía indomable en condenar los errores modernos y la frecuencia saludable con que aparecían publicados, además de las disposiciones litúrgicas y disciplinares que ya se han señalado y que hacían más cercano al Señor Jesucristo a sacerdotes y fieles.

 

3. El gran ataque del Vaticano II y de los años posteriores.

            No ha sido nunca costumbre de la Iglesia de Dios el convocar Concilios generales más que cuando lo ha exigido una grave necesidad de la misma Iglesia, bien por luchar contra la herejía, que tantas veces la ha amenazado, bien por recuperar la unidad cuando ésta se hubiera empañado. Ahora bien, ¿qué deseaba el Papa Juan XXIII al convocar el Vaticano II? Dar al mundo una imagen de la Iglesia que conmoviera los ánimos de todos. ¿Será necesario demostrar que esta inspiración, apresurada e impía no le vino del Espíritu de Dios sino del ángel de la luz? Pues, en efecto, habiendo asumido el Solio pontificio en octubre de 1958, anunció la convocatoria del Concilio en enero del año siguiente, cuando aún no había podido tener tiempo suficiente para meditar ante Dios si aquella inspiración era de El o del diablo. Porque, además y por desgracia, había sucumbido a la segunda de las tentaciones que el Mesías permitió de parte del diablo, es decir, ganarse al mundo por medio de manifestaciones milagrosas, a lo cual el Divino Salvador respondió: “Está escrito: No tentarás el Señor tu Dios”. No se convocaba el Concilio para dar gloria a Dios, sino para manifestar ante el mundo algo que no precisa de Concilios para que el mundo lo perciba, es decir, la invicta estabilidad y los dones maravillosos de todo género con que el Divino Fundador la ha enriquecido, porque lo que es para gloria de Dios cede también en admiración de los buenos y envidia de los malos. Grave pecado fue éste, tentación de Dios y pretensión de hacer las cosas no para gloria de El, sino para admiración de los hombres, además de pecado contra el Espíritu Santo, al que se adjudicaba una inspiración que no venía de Dios, sino del diablo.

Tras sucumbir a este pecado lo más estaba hecho, y el segundo no fue menor, al no invocar el Papa el carisma de infalibilidad sobre el Concilio, que aun habiendo sido convocado por inspiración del espíritu del mal, lo hubiera puesto a cubierto de todo error grande o pequeño. Llegados a este punto, quedaba el Concilio abierto a todo viento de doctrina, buena o mala, y la Santa Iglesia sometida al más grave peligro que había conocido a lo largo de toda su historia. No se haría esperar el castigo de Dios, que había de retirar la asistencia del Espíritu Santo a aquellos que de modo tan flagrante blasfemaban contra El. Todo lo cual se materializó cuando los episcopados del norte de Europa, imbuidos de espíritu de novedad y de filosofías y teologías no sanas, se hicieron con el control del Concilio a poco de comenzar su primera sesión, eliminando los esquemas redactados por la Comisión preparatoria y aprobados por el Papa Juan, y que eran perfectamente católicos, salvo acaso el esquema sobre Liturgia, en el que habían trabajado los mismos traidores que después llevarían a cabo toda la impía reforma litúrgica y que fue el único que sobrevivió a criba tan vergonzante.

No es el momento de hacer un análisis completo de aquel conciliábulo blasfemo en que se convirtió el Vaticano II a partir de su segunda sesión, bajo el pontificado de Pablo VI, habiendo tratado este asunto de manera admirable autores tan graves como serios. Puesto que el pecado había sido contra el Espíritu Santo, y faltando su asistencia, no quedó al Concilio más límite que la Fe apostólica, garantizada por el Divino Fundador en la persona de Pedro. Por eso mismo el Concilio contiene graves ambigüedades, errores palmarios contra enseñanzas no infalibles de los Papas y formulaciones incorrectas o insuficientes, pero no evidentes declaraciones contra la Fe divina y católica. Así se explica cómo fueron los novadores capaces de introducir en los documentos de aquella asamblea los principios de la revolución francesa, es decir: la libertad por medio de la libertad religiosa, la igualdad por medio de la colegialidad episcopal, y la fraternidad por medio del ecumenismo, cosas todas condenadas por los Papas, además de otras muchas que no por ser de menor entidad dejan de ser igual de graves.

A ningún católico le es dado aceptar ni poco ni mucho no sólo lo que contiene el Vaticano II, pero aun nada de lo hecho y dicho por los Papas con posterioridad. Pues sin negar lo que de verdadero pueda haber en el Concilio y en las enseñanzas posteriores de los Papas, no es posible que tenga fuerza de obligar en la Iglesia de Dios lo que carece de la objetividad y certeza absolutas que es propia del auténtico Magisterio de la Iglesia. Como católicos tenemos derecho a recibir de los Pastores y éstos tienen el estricto deber de enseñarnos la verdad limpia y pura, sin mezcla alguna de error, y no podemos usar de nuestra subjetividad para distinguir en el Magisterio lo que nos parezca verdadero de lo falso, pues en ese caso el Magisterio quedaría abierto a un libre examen que no es dable en la Iglesia de Dios. Afirmo, pues, que nada de lo hecho y dicho en el Vaticano II y por los Papas hasta el día hoy tiene en sí fuerza de obligar, por ser todo ello contra la Tradición de la Iglesia y, por ende, contra el Espíritu Santo que en ella nos habla y guía de manera infalible, ni hemos de escuchar a Pedro cuando, por miedo al mundo, niega a Cristo y pone al hombre en lugar de Dios para que se le dé culto.

En el Vaticano II llegó Judas a Getsemaní  al frente de los enemigos de Cristo, le dio un falso beso, y al entregarlo a quienes buscaban su vida, entregó al mismo tiempo a su Esposa en manos de los herejes y blasfemos que a partir de entonces se enseñorearían de ella. Que no por traicionar a Cristo dejó Judas de ser Apóstol, ni Pedro de ser Papa por negarle, como no perdió el pontificado Pablo VI por cometer tantos y tan graves errores, y tan lamentables traiciones. Comenzaba con la clausura del Concilio la rápida destrucción de cuanto el Espíritu Santo había instituído en la Iglesia a lo largo de los siglos, señaladamente en su Liturgia y su disciplina.

Pues en efecto, en pocos años la Santa Iglesia fue arrasada hasta sus mismos cimientos, quedando únicamente los fundamentos que había echado su Divino Fundador y que mientras Pedro la dirija no habrá fuerza humana capaz de socavarlos. Mas en lugar de la obra secular del Espíritu Santo se levantaron sobre aquellos cimientos construcciones puramente humanas que nada tienen que ver con la voluntad de Dios y el Culto que se le debe, como podemos ver por los libros litúrgicos publicados por Pablo VI, que casi nada conservan de los ritos tradicionales de la Santa Iglesia. Así padece el Cuerpo eucarístico de Cristo, engarzado en una Iglesia tan gravemente deformada que cada vez que un sacerdote celebra la Misa de Pablo VI vuelve a salir Pilato al balcón del Pretorio para presentar a Cristo flagelado, con la corona de espinas y vestido de escarnio, para gritar a las turbas: Ecce homo, y todo ello por no querer escuchar al Espíritu Santo que nos habla por medio de la Tradición, y porque al celebrarse la Misa toda ella mirando a los fieles más parece una ofrenda hecha a los hombres que a Dios, cuando no un sacrificio ofrecido al mismo diablo por mirar todo el rato a occidente. Así padece, tratado por los sacerdotes con una irreverencia jamás vista en toda la historia, recibido en las manos no consagradas de los fieles, los cuales sólo Dios sabe las veces que se habrán acercado a comulgar sin haber confesado debidamente sus pecados y siendo así que les era necesario, llevado fuera de las Iglesias sin la debida reverencia y acaso con suma irreverencia, consagrado en vasos de barro y miserables cestas de mimbre, pisoteado por sacerdotes y fieles en las santas partículas caídas al suelo, obligado a hacerse presente en una liturgia en la que ya no importa ni ofrecer lo mejor a Dios ni respetar lo establecido ni obedecer.

Así padece el Cuerpo místico de Cristo, gobernado por pésimos pastores, abierto a todo viento de doctrina y de herejía que no es reprimida pero aun muchas veces alentada por los pastores que se pastorean a sí mismos, manteniendo como oficiales y del todo obligadas doctrinas que nada tienen que ver con las enseñanzas del Espíritu de Dios por medio de los Papas, obligado a celebrar unos ritos que son pura invención humana y despreciando y aun prohibiendo los que el Espíritu de Dios instituyó a lo largo de los siglos, llamando obra de Dios a lo que es inspiración del diablo, y obra del diablo a la santa Tradición que Dios nos ha dado, y por tantos otros motivos.

Mas a pesar de todo, no hemos de dejar de admirar cómo Dios mismo ha mantenido en su Iglesia los elementos fundamentales que el Divino Fundador le dio, pues en efecto ha conservado la Fe y la Moral apostólicas y los siete Sacramentos, en donde se echa de ver la solidez de los cimientos sobre los cuales fue construida. Lo cual no obsta a que veamos con claridad y proclamemos sin miedo la Pasión tanto del Cuerpo místico como del Cuerpo eucarístico, pues es nuestra obligación defender íntegramente la verdad sin que para ello importe el precio.

4. Sobre la Misa de Pablo VI y algunos de los rituales por él publicados.

A la hora de revisar los ritos publicados por Pablo VI, lo mismo que sus enseñanzas, es preciso que recordemos algo fundamental y que ya he dicho, es decir, que la Iglesia es Apostólica, como confesamos en el Credo. Si por algún motivo dejara de serlo se podría decir que las puertas del infierno habían prevalecido contra ella, lo cual es imposible al menos mientras San Pedro siga gobernando el timón de la Iglesia. Por tanto, es necesario que confesemos a priori y sin duda alguna la validez de la Misa y los sacramentos celebrados de acuerdo con los libros latinos publicados en Roma, que son los únicos oficiales. Por su parte, la validez de algunas traducciones es, en algunos casos dudosa, y en otros ciertamente nula. Mas, por otro lado, que sean válidos no significa que sean al mismo tiempo agradables a Dios, ni que con mucho sean tan fructuosos como los Ritos tradicionales establecidos por el Espíritu Santo. A nadie que sea consciente de esta verdad le es lícito utilizar ni asistir a tales ritos, salvo tal vez el caso de que, estando en peligro de muerte, no pudiera de otro modo confesar sus pecados, recibir el Santo Viático ni fortalecerse de cara al último tránsito con el Sacramento de la Extremaunción, y ésto únicamente después de cerciorarse de que el sacerdote que fuera a administrarlos profesaba sin ambages la Fe apostólica y había de seguir escrupulosamente los libros aprobados, como hacen los miembros del Opus Dei, Legionarios de Cristo y otros, y que de ningún modo iba a exigir que el fiel puesto en tal peligro admitiera comunión alguna con el Concilio y los errores subsiguientes. A éstos, en caso semejante, sería obligatorio solicitarles la administración de tales Sacramentos por el Rito tradicional, y sólo después de su negativa a utilizarlo admitir los Sacramentos por el rito nuevo.

Y, viniendo a la Santa Misa, habríamos de llorar copiosas lágrimas, y éstas de sangre, al ver el estado miserable al que los novadores redujeron la más santa de nuestras celebraciones, el Santo Sacrificio de la Misa. Si miramos al Ordo Missae, no hay apenas oración que no haya sido mutilada o eliminada del todo, habiéndose introducido otras, como las del Ofertorio, que sobre poner en peligro la validez de la Misa por la ausencia de voluntad ofertorial, son totalmente ajenas a la más antigua tradición romana, rota la unicidad del antiquísimo Canon de la Misa, que es ornato del Santo Sacrificio, en favor de nuevas composiciones algunas de las cuales van más allá del desprecio a la tradición para entrar sin ambages en el campo del peor de los gustos, cuando no, y ésto es lo peor, en el del más craso error teológico. No pervive allí gesto alguno de la Tradición de los que ha de hacer el sacerdote durante la Misa, siendo así, además, que el Misal de 1970 es tan inconcreto en las rúbricas que apenas se encontrarán hoy en la Iglesia dos sacerdotes que celebren la Misa nueva de igual modo, pues no tienen prescrito con toda claridad, como hace el Misal tradicional, lo que en cada momento deben hacer y decir, concesión ésta a la arbitrariedad y a la creatividad, tan en boga en las mentes de extraviados sacerdotes, y consagración lamentable de la subjetividad de cada cual.

Porque, además, a toda la Misa se le ha pretendido dar un falso sentido comunitario, y a ésto tiende toda la labor de aquellos herejes, que, para su desgracia y de toda la Iglesia de Dios pretendieron asemejar la Misa católica a la cena protestante. Si miramos a la Misa romana, veremos que el Espíritu Santo imprimió en ella tres aspectos fundamentales por los cuales fuera a todos manifiesto el Sacrificio que se estaba ofreciendo, es decir: la orientación del sacerdote, el latín y su pronunciación en voz baja, pues todo el que vea al sacerdote vuelto hacia el altar y hablando en voz baja una lengua que no entienden los fieles, pronto echará de ver que está hablando con sólo Dios, a quien se dirige todo lo que hace y dice y que, por ello, le está ofreciendo algo, en efecto, el Santo Sacrificio. Todo ésto ha muerto y desaparecido en la Misa nueva, que se celebra mirando a los fieles, es decir, a occidente, en lengua vulgar y pronunciando en voz alta incluso las mismas palabras de la Consagración. Nada de extraño tiene, pues, que los fieles hayan llegado a pensar que la Misa se celebra para ellos, y que así como el sacerdote les hace genuflexión y dice todo en su lengua y mirando hacia ellos, son ellos los destinatarios de aquella acción, quedando así totalmente rota la manifestación del Sacrificio que se celebra. Aquí se adora al hombre en lugar de Dios, y es la abominación de la desolación predicha por los profetas.

Por lo que hace al resto del Misal nuevo, lo mismo se diga que con relación al Ordo Missae, pues causa la más justa indignación ver hasta qué punto los novadores se atrevieron con la tradición, cambiando de sitio casi todas las oraciones y antífonas, al punto de que no sé si habrá alguna que permanezca en su lugar, mutilándolas para quitar de ellas cuanto resultaba desagradable a sus ideas modernistas, componiendo otras a base de centones de unas y otras, añadiendo algunas excogitadas por sus corrompidas mentes, y otras importadas de sólo Dios sabe dónde. Eliminados tantos Santos del Calendario, Tiempos enteros como el de Septuagésima o la Octava de Pentecostés, es un libro de tal forma nuevo que por maravilla se encontrará en él relación alguna no ya con la tradición inmediatamente anterior, pero ni aun con el Sacramentario gregoriano, que ha sido durante más de un milenio la base del Misal Romano. Es un ataque tal a la Tradición de la Iglesia y al Espíritu Santo que la inspiró, que de ningún modo se encontrará en toda la historia de la Iglesia libro más blasfemo ni contrario a la voluntad de Dios, y día llegará en que se habrán de echar al fuego todos sus ejemplares, para quitar de la Iglesia de Dios la infamia que semejante libro supone.

Porque, además, propalaban los novadores con manifiesta impiedad que la Liturgia de la Iglesia no ha de ser triunfal, ni emplear en el Culto Divino cosas las más preciosas, nobles y dignas, sino que todo había de ser pobre y humilde, como lo había sido Cristo. ¡Blasfemia y error jamás antes proferido en la Iglesia, si no es por los corifeos de la peste protestante! Pues, imbuidos del espíritu del mal, no veían que al que hoy recibe la Iglesia de Dios no es al Cristo pobre del que nos hablan los Evangelios, sino a ese mismo, sí, pero glorioso como está sentado a la diestra de Dios Padre, vencedor del pecado y de la muerte y Rey universal al que todo debe someterse. Y por ello la santa Iglesia ha celebrado siempre el triunfo de Cristo Señor, y triunfal ha sido su Liturgia, como corresponde a todo vencedor, y le ha tributado los mayores y mejores obsequios, sabiendo que por mucho que le ofrezcamos, todo es nada comparado con la infinita grandeza de Aquel que se digna bajar a diario a nuestros altares. Vese aquí el peligro de no comprender la Palabra de Dios, pues viendo al Cristo pobre de los Evangelios les escandalizó, como otrora a Judas, la riqueza incomparable del Culto católico. No es la Liturgia la que ha de ser pobre, sino nosotros, los cristianos. No viendo, además, que cuanto de rico y precioso atesora la santa Iglesia y está destinado al Culto, así en riqueza de templos como de imágenes, retablos, altares etc., son otros tantos regalos hechos por el Divino Fundador a su amadísima Esposa para que pueda ella recibirlo dignamente y como a tan gran Señor corresponde y El por todos conceptos se merece.

Porque a la verdad, la Liturgia de la santa Iglesia es el Cielo en la tierra. Pues si creemos que la Iglesia de Dios es un único Cuerpo místico de Cristo, triunfante en los Cielos, purgante en el Purgatorio, y militante en la tierra, hemos de creer que Cristo Señor es la única y misma cabeza de tal Cuerpo y de todos los que a El pertenecen. Y así como en los Cielos los ángeles y los santos glorifican a Cristo Señor y éste a Dios Padre, así en la tierra los cristianos reciben por ministerio de los sacerdotes a ese mismo Señor en sus altares, y le tributan adoración, acción de gracias, pidiéndole perdón de sus pecados y cuantos dones así espirituales como materiales necesitan. Mas no ha de entenderse que la Liturgia del Cielo y de la tierra sean dos Liturgias diferentes, sino una misma y única Liturgia en dos lugares y estados distintos, pues uno mismo es el Señor al que se tributa, y una misma la Iglesia que se lo tributa. Y que la Misa sea propio y verdadero Sacrificio, y en realidad renovación, representación y mística repetición y ofrecimiento del Sacrificio de la Cruz, se ve claro por el hecho de que Cristo Señor, a quien por su gloriosa Pasión y Resurrección corresponde tan sólo estar ya sentado en su Gloria a la derecha del Padre, vuelve a bajar en cada Misa a este mundo de pecado, vuelve a dejar de manifestar su Divina Gloria ocultándose en el Sacramento eucarístico y, en tantas ocasiones, vuelve a entregarse en manos de sus enemigos quedando inerme y al albur de ellos. ¿Cómo no ver aquí el Sacrificio que Cristo Señor ofrece a Dios Padre en cada Santa Misa?

Mas por desgracia, todo ésto ha quedado empañado, cuando no vilmente negado, con explicaciones filosóficas y teológicas que no han hecho sino oscurecer el sentido profundo y la realidad de tan gran Misterio. La Pasión del Cuerpo místico de Cristo es, así, Pasión del Cuerpo eucarístico, negado en su realidad, tratado indebidamente, comulgado sacrilegamente, que no parece sino que todos los errores de la historia se han dado cita en la hora presente para lacerar lo que no es sino regalo de su Divino Corazón, que no podríamos llegar jamás a agradecerlo debidamente, y que sin embargo es tratado por muchos cual si en realidad fuera basura. Porque el abandonar la Tradición de la Iglesia, instituida por el Espíritu Santo, y construir en su lugar humanas invenciones, no es otra cosa que una grave enfermedad y Pasión del Cuerpo místico en la tierra, que ya no es regido por su alma, y que preludia su mística crucifixión y muerte, que no es otra cosa que la separación del alma y del cuerpo, sobre lo cual espero volver más adelante.

Por lo que respecta al resto de los Sacramentos, lo mismo ha de decirse que con relación a la Misa, es decir, que si bien son válidos al menos en sus ediciones típicas latinas, no conservan casi nada de sus ritos tradicionales y, por tanto, sus ceremonias no son más que humana invención. En dos deseo fijarme especialmente, es decir, en la Confirmación y el Orden sacerdotal.

Es de lamentar que Pablo VI variara la forma substancial del Sacramento de la Confirmación, sin que para ello hubiera en realidad la más mínima necesidad. Pero, habiendo perdido el amor y el aprecio por la Tradición, cualquier cosa se podía esperar de no haber sido por la asistencia del mismo Jesucristo, que no podía en modo alguno permitir que de Roma salieran publicados libros cuyas ceremonias fueran inválidas. Y así arbitraron adoptar para este Sacramento la fórmula de los bizantinos, tan digna de respeto y alabanza, sólo que no era la tradicional de los latinos y no había necesidad alguna de adoptarla. Esta fórmula, no obstante, nos ofrece una muy interesante comprensión de este Sacramento, pues dice en su original griego: “sphragis tou doreas tou pneumatos agiou”, es decir, “Sello del don del Espíritu Santo.” Creo que se puede entender en el sentido de que o bien el bautizado ha recibido ya por el Bautismo el don del Espíritu Santo y este Sacramento se lo sella con el carácter de la Confirmación para que no lo pìerda, o bien este carácter o sello le confiere el Espíritu Santo. Me resulta muy sugestiva la primera interpretación, y si la ponemos en relación con la Fe, que es una virtud teologal infundida por el Espíritu Santo en el Bautismo, y en este sentido es don de Dios, entiendo que la Fe es para el cristiano de un precio tal y tan importante para su salvación que Dios, por medio del Sacramento de la Confirmación se lo sella o confirma con el don del Espíritu Santo de manera que, en tanto en cuanto el cristiano luche por conservar su Fe y no la ponga en peligro, es casi infalible que la ha de conservar precisamente por el carácter recibido en la Confirmación y la asistencia especial a que esto le da derecho de parte del Espíritu de Dios. Por cierto que el sello al que se refiere esa fórmula no es la señal que el preste realiza en la frente del bautizado, sino al carácter impreso en el alma por el Sacramento.

No sé con qué palabras expresar la santa ira que me invade al revisar las traducciones que después se hicieron de tal fórmula.

Helas aquí en algunos idiomas que he podido revisar:

  •  Inglés: N., be sealed with the Gift of the Holy Spirit.
  • Español: N., recibe por esta señal el don del Espíritu Santo.
  • Italiano: N., ricevi il sigillo dello Spirito Santo che ti è dato in dono.
  • Catalán: N., rep el signe del do de l´Esperit Sant.
  • Francés: N., sois marqué de l’Esprit-Saint, le Don de Dieu.

 

 

 No voy a estudiar cada una de ellas, basta con saber que si el original latino reza: Accipe signaculum doni Spiritus Sancti, y su traducción literal y exacta sería: Recibe el sello del don del Espíritu Santo, ninguna de ellas traduce nada ni aun parecido al original, salvo acaso la catalana, cambian por completo el sentido de la fórmula y algunas son claramente inválidas, como la española, que alude no al carácter impreso en el alma por el Sacramento al que se refiere el original, sino a la cruz que traza el Obispo sobre la frente, y afirma que por esa señal externa se recibe un don del Espíritu Santo que no especifica en modo alguno, con lo cual no está significando lo que el Sacramento realiza, o la francesa, que por maravilla se parece al original.

Así se comprenden muchas cosas y, en especial, la apostasía generalizada de la juventud y personas de mediana edad que han recibido esta fingida ceremonia y no el Sacramento, pues, destituidos del auxilio de la Confirmación y, lo que es peor, habiendo sido educados, o maleducados, por mejor decir, no en la Fe católica sino en multitud de errores cuando no herejías, ¿qué mucho que no pudieran conservar la Fe católica? Mientras que, por otro lado, la perseverancia en la Fe, aunque acaso no luchen debidamente contra el pecado, que vemos en las personas de más edad, es clara evidencia de los efectos de este Sacramento, pues por cualquier pecado mortal se pierde la Caridad, pero no la Fe. Se trata de un ataque directo al Espíritu Santo y a la salud del Cuerpo místico de Cristo, al que habiéndosele privado de la Tradición establecida por el Espíritu de Dios, se le priva en sus miembros de la asistencia especial que confiere la Confirmación y que a este fin fue instituida como Sacramento por Cristo Señor. Mal hayan los herejes que tanto daño han hecho a la Iglesia de Dios y a sus miembros.

Por lo que hace al Sacramento del Orden, cumple estudiar sobremanera el rito de la Consagración episcopal publicado en 1968, pues en la ordenación presbiteral y diaconal no hay duda sobre la validez, habiéndose conservado substancialmente las fórmulas tradicionales, al menos por lo que toca a la substancia del Sacramento. Ello es que en cuanto al episcopado recibido según dicho ritual, ha habido no pocas controversias, llegando algunos a negar con toda seguridad la validez del Sacramento. Pero se equivocan de medio a medio y yerran en materia fundamental, pues al afirmar que el episcopado ha desaparecido en la Iglesia Latina por defecto de forma en el Sacramento, niegan también que la Iglesia sea Apostólica, lo cual es contrario a lo que profesamos en el Credo.

Fue error de Pablo VI el haber desterrado la Oración de Consagración que se encontraba en el Pontificale Romanum y que, a poco que hubiera estudiado el asunto, hubiera visto que se encuentra ya en los más antiguos testigos de la Liturgia romana, señaladamente en los Sacramentarios Gelasiano y Gregoriano, para dar preferencia a la que se encontraba en la llamada Tradición Apostólica de Hipólito, de la que no se sabe si alguna vez estuvo de hecho en uso en Roma. Y lo que les ha llevado a error a quienes niegan la validez del nuevo rito ha sido la inexactitud que contiene la Constitución Apostólica Pontificalis Romani Recognitio de Pablo VI, que afirma que las palabras sustanciales para conferir el episcopado son las siguientes:

 

            Et nunc effunde super hunc electum eam virtutem, quae a te est, Spiritum principalem, quem dedisti dilecto Filio tuo Iesu Christo, quem ipse donavit sanctis Apostolis, qui constituerunt Ecclesiam per singula loca ut sanctuarium tuum, in gloriam et laudem indeficientem nominis tui.

 

            Que en la traducción oficial castellana reza así:

 

            Infunde ahora sobre este tu elegido la fuerza que de ti procede: el Espíritu de gobierno que diste a tu amado Hijo Jesucristo, y él, a su vez, comunicó a los santos Apóstoles, quienes establecieron la Iglesia como santuario tuyo en cada lugar para gloria y alabanza incesante de tu nombre.

 

No voy a hacer un detallado estudio de esta fórmula, reconociendo que, si se administrara el episcopado pronunciando sólo esas palabras, la validez me parecería, cuando menos, dudosa, pues no se refiere con toda exactitud ni claridad a la colación de ese Orden. Pero como el Señor Jesucristo no puede permitir que la Iglesia de Dios quede sin Obispos, si miramos las palabras que siguen en la Oración de Consagración a la fórmula aludida, encontraremos lo siguiente;

 

Da, cordium cognitor Pater, huic servo tuo, quem elegisti ad Episcopatum, ut pascat gregem sanctum tuum, et summum sacerdotium tibi exhibeat sine reprehensione, serviens tibi nocte et die, ut incessanter vultum tuum propitium reddat et offerat dona sanctae Ecclesiae tuae; da ut virtute Spiritus summi sacerdotii habeat potestatem dimittendi peccata secundum mandatum suum; ut distribuat munera secundum praeceptum tuum et solvat omne vinculum secundum potestatem quam dedisti Apostolis.

 

Que en castellano reza así:

 

Padre santo, tú que conoces los corazones, concede a este servidor tuyo, a quien elegiste para el episcopado, que sea un buen pastor de tu santa grey y ejercite ante ti el sumo sacerdocio sirviéndote sin tacha día y noche; que atraiga tu favor sobre tu pueblo y ofrezca los dones de tu santa Iglesia; que por la fuerza del Espíritu, que recibe como sumo sacerdote y según tu mandato, tenga el poder de perdonar pecados; que distribuya los ministerios y los oficios según tu voluntad, y desate todo vínculo conforme al poder que diste a los Apóstoles.

Quien no vea en esa fórmula una oración absolutamente clara y válida para conferir el episcopado, es que no tiene idea alguna de Teología sacramental, pues con toda claridad se especifica la colación del sumo sacerdocio que el elegido recibe por la fuerza del Espíritu Santo y por el mandato de Dios Padre, y el poder de desatar todo vínculo conforme al poder dado a los Apóstoles. Se objetará que esto se hace en forma de deprecación y no imperativa, y respondo diciendo que, en ese caso, también sería inválida la ordenación presbiteral, cuya forma substancial es también deprecativa.

Se objetará también que Pablo VI señala como forma substancial las palabras anteriores y no éstas, respondo diciendo que en el Rito publicado por él y tal como de hecho se practica se ve bien claro que es toda la Oración de Consagración la que consagra al Obispo, que toda ella se recita en la misma posición por parte del Obispo consagrante y con la intención de consagrar un Obispo, como queda claro por la postura que adopta el elegido, que está arrodillado durante toda la oración y con el libro de los Evangelios impuesto sobre sus espaldas también durante toda ella. Si las palabras que Pablo VI señala fueran insuficientes para conferir el episcopado, las que siguen y forman parte de la Oración son tan claras que sólo la ignorancia o la mala fe pueden llevar a dudar y mucho menos a negar la validez. Esto es tan verdad que Tanquerey, autor el más seguro que se pueda encontrar, al tratar en una de sus obras sobre el Sacramento del Orden, y en particular del Episcopado, trae como ejemplo de oración válida para consagrar un Obispo unas palabras tomadas de las Constituciones Apostólicas que copian casi a la letra las que acabo de señalar. Y por ello y por todo lo dicho afirmo, sin sombra alguna de duda, que la Oración de Consagración de Obispos que se contiene en el ritual publicado por Pablo VI en 1968 es a todas luces válida para conferir el Episcopado.

Parece sin embargo que el Papa Pablo VI se equivocó aquí al señalar la forma substancial del episcopado, dando la impresión las palabras que le siguen de ser la verdadera forma del Sacramento. Ejemplo es claro de lo que ocurre cuando el Papa se sale de la Tradición pues, en efecto, no erró en las fórmulas relativas al Presbiterado y el Diaconado, que son las de la Tradición, como no erró Pío XII en éstas y en las del Episcopado, pero sí en la de Consagración de Obispos, pues se trataba de introducir una fórmula ajena a la Tradición de la Iglesia y, por tanto, no tenía la asistencia del Espíritu de Dios para señalar su substancia quedando a sus propias fuerzas, pero no hasta el punto de que el mismo Espíritu permitiera que promulgara una Oración que invalidara la recepción del Espiscopado y, con ello, se perdiera la apostolicidad de la Iglesia. Es lo mismo que sucede en todas las fórmulas, oraciones, etc. en los libros y ritos publicados por Pablo VI y que se salen de la Tradición, por salirse de ella no les cubre la asistencia del Espíritu de Dios, salvo en aquello que es vital para la pervivencia de la Iglesia.

Quiero señalar también el problema de la omisión en el nuevo Ritual de los ritos del Bautismo solemne, sobre todo por lo que hace a los Exorcismos, omisión lamentable por demás. Creo que todos aquellos que han sido bautizados por el nuevo ritual, deberían sin duda recibir el Ordo supplendi omissa super infantem baptizatum, puesto que fueron bautizados de niños, que contiene oraciones instituidas por el Espíritu Santo en la Iglesia y que no se deben despreciar. Problemático es también en el nuevo rito el oscurecimiento del papel del padrino. En efecto, en el Rito tradicional el padrino actúa en nombre del bautizado, hasta el punto de que en todo lo que el sacerdote pregunta al infante, responde el padrino en la persona del mismo infante. Esto se traduce en el hecho de que al preguntar al niño si renuncia a Satanás y si profesa la Fe católica, el padrino responde Abrenuntio, y Credo, actuando en la persona del niño. Y porque el niño es incapaz del acto de Fe y en principio no podría por este motivo ser bautizado, es el padrino, que sí la tiene, el que suple la falta de Fe del bautizando, haciéndose como una sola cosa con él, respondiendo en su nombre y teniéndolo en el momento de bautizarlo, que es tanto como transmitirle la Fe de que por ser infante carece. El ritual nuevo registra un cambio radical de perspectiva, pues ya no se bautiza en la Fe del padrino, sino en una Fe de la Iglesia que queda como cosa teórica que a la hora de bautizar no se ve representada en nadie en concreto.

He dudado a veces sobre la validez del Bautismo así administrado, y es cosa que me parece que merecería atención, pues aunque es claro que la fórmula substancial del nuevo ritual no ha variado, las condiciones en que se administra y las clausulas que le anteceden podrían hacer dudar de la validez. Ni se diga que el ritual fue publicado en Roma, pues aunque cuenta con la aprobación de Pablo VI, por el hecho de no haberse variado la fórmula substancial no viene precedido de una Constitución Apostólica, que es el documento más cercano a la infalibilidad pontificia. Con todo, estoy en este caso por la validez del Sacramento mientras no se demuestre lo contrario.

Atención especial merecen también los santos óleos, pues habiendo permitido Pablo VI el uso de aceites no de oliva, como recoge la Tradición constante de la Iglesia, podría dudarse de la validez de la Confirmación y de la Extremaunción. Creo que, en este caso, no deben usarse en la administración de los Sacramentos óleos consagrados por Obispos no tradicionales mientras no conste con certeza que son de aceite de oliva.

5. Interpretación de todo lo sucedido.

Pope_John_XXIII_1Ya se ha dicho que toda la primera mitad del siglo XX representa una admirable cercanía del Señor Jesucristo a su amadísima Esposa. Mas viendo ésto el enemigo de Dios y del género humano y que si no actuaba de alguna manera la fuerza de la Iglesia había de ser irresistible, llamó la atención del Papa Juan sobre el mundo, del cual es príncipe, y que lo mirara no con deseo de salvarlo por la Sangre de Cristo y de los Mártires, sino de agradarlo con una bondad y misericordia mal entendidas y un deseo de paz y de entregar las armas que no dice con la valentía que se espera de soldados cristianos. Y así, transfigurado en ángel de luz, le inspiró la convocatoria de un Concilio innecesario que proveyera a agradar a los hombres más que a Dios. Por lo cual, volviendo él y sus sucesores la mirada hacia el mundo, condenado por sus pecados, quedaron hechos estatuas de sal e incapaces de actuar como lo habían hecho sus predecesores, y la Iglesia toda ella a merced del influjo de su mortal enemigo.

No fue, pues el Espíritu Santo el que guió los trabajos del Vaticano II, sino el espíritu del mal, como de sobra echará de ver quien aprecie los errores, blasfemias e impiedades que contiene, actuando el Espíritu de Dios únicamente para evitar que se perdiera la Fe apostólica. Abrióse el Concilio el día once de octubre de 1962, y ese día entraron triunfalmente Cristo y su Esposa en Jerusalén, siendo aclamados de todos, y pues allí estaban el Papa y todos los Obispos, allí estaba toda la Iglesia, sabedor el Señor de lo que se tramaba, mas ignorante Ella, que, no obstante, no ignoraba en su cabeza lo que había de suceder al dar ese paso, pues le había sido advertido por la Santísima Virgen. Al dar los enemigos de Dios en el Concilio el primer golpe de efecto, Cristo entra en Getsemaní para llorar por lo que se le avecinaba a su Iglesia y a El mismo sacramentado, mientras sus discípulos dormían. En la primera sesión del Concilio se reúnen los judíos para tramar su condena mientras El permanece agonizando en el Huerto de los Olivos. Con el comienzo de la segunda sesión llega Judas al frente de los judíos, le da un falso beso, y lo entrega en manos de sus enemigos. Con los siguientes trabajos y decretos del Concilio, llenos de impiedad, va Cristo de Anás a Caifás y de Herodes a Pilato para ser juzgado, mientras Pedro, quitándose la tiara, le niega por temor a la portera.

En 1965, con el comienzo de la destrucción de la liturgia, comienza Cristo a ser flagelado por quitársele el Culto que se le debe, que cada disposición en tal sentido y los increíbles abusos litúrgicos que se permitieron y se siguen permitiendo, hasta llegar a la impía Misa de Pablo VI, son otros tantos latigazos. Con la apostasía de las naciones católicas, promovida desde Roma con la libertad religiosa, los soldados le visten de púrpura y le colocan la corona de espinas para burlarse de su realeza, con el ecumenismo le escupen y le dan bofetadas, y con la colegialidad le pegan con la caña en la cabeza. En 1969, con la publicación de la horrenda Misa de Pablo VI, sale, como ya he dicho, Pilato al balcón del Pretorio con Cristo flagelado y vestido de escarnio, para gritar el mundo: Ecce homo.

¡Católicos! ¿Cómo hemos consentido que nos arrebataran la Religión de nuestros abuelos? ¿Qué tiene que ver lo que hoy creemos y practicamos con lo que ellos creyeron y practicaron? ¿Cómo es que el Espíritu de Dios, que no puede cambiar, nos manda hacer hoy lo que ayer prohibía, y nos prohíbe lo que mandaba? ¿Es que no vemos que es el espíritu del mal el que esas cosas impone? ¿Cómo adjudicamos al Espíritu de Dios la inspiración de un Concilio que niega la santa Tradición del verdadero y único Espíritu Santo? ¿Por qué hemos permitido que los malos pastores corrompieran nuestra Fe y nuestra Liturgia? ¿Quién nos enseñó a tratar tan injustamente a un Señor, el nuestro, que nunca nos ha faltado en nada, si no es su mismo enemigo? ¿Cómo hemos callado, cobardes, cuando se le ha tratado con una irreverencia sacrílega nunca antes vista en la Iglesia de Dios? Mas, ahora, que salga Lot de Sodoma, porque el castigo de Dios está cerca. El que tenga oídos para oir, que oiga.

Este es el momento de la reacción firme y frontal de los verdaderos católicos, capitaneados por el que acaso sea el mayor paladín de la Fe en toda la historia, Monseñor Marcel Lefebvre. Este, guiado por la mano de Dios y por la Santísima Virgen María, alza la voz en contra de tanto atropello, de tanta herejía, de tanta infamia y blasfemia, y permanece firme e inconmovible en la Fe que ha recibido, que es la de la Iglesia de Cristo, la misma que entrega a cuantos le siguen, negándose totalmente a celebrar otra Misa y otra Liturgia que la que de la Iglesia de Dios ha recibido, y rehusando con valentía el sello de la bestia en su frente ni en su mano, es decir, ni en su Fe ni en su Liturgia. Apenas se podrá narrar los sufrimientos que todo esto le acarreó a él y a los suyos, que eran lo único que quedaba limpio y puro de la verdadera Iglesia, pues fueron perseguidos de ciudad en ciudad, insultados por todos, abandonados, ultrajados, expulsados de las iglesias y sin que, estando en la azotea, pudieran volver abajo a recoger nada por la corrupción en que había caído el resto de la Iglesia, todo lo cual ya había sido profetizado por el Señor Jesucristo, por cuyo nombre fueron odiados de todos.

Al suspender a Divinis Pablo VI en 1976 a Mons. Lefebvre, Pilato condena a muerte a nuestro Señor Jesucristo, pues suspende así al único obispo realmente católico que queda en la Iglesia y se preludia la excomunión, y se lava las manos, dando también a entender que no comprende el por qué de tanto mal en la Iglesia, cuando ha venido por causa suya. A partir de aquí, carga Jesucristo nuestro Señor en la persona de Mons. Lefebvre con la Cruz camino del Calvario, al cual llega en 1988, mientras le dicen de todas partes que se aparte de su Pasión y comunique con Roma. Al ser excomulgado en 1988 por consagrar a cuatro obispos es Cristo crucificado, pues desaparece de la Iglesia nueva el único Obispos que conservaba la Tradición, y esto es tan verdad, que fueron cinco los obispos que allí intervinieron, lo mismo que las llagas de Cristo, actuando Monseñor de Castro Mayer en la persona de San Juan Evangelista, y la Hermandad de San Pío X en la persona de la Virgen Santísima, pues fueron ambos los que permanecieron al pie de la Cruz en el momento de la crucifixión.

Crucificado está el Cuerpo místico de Cristo desde entonces y han sido muchas las llamadas e invitaciones que ha recibido para que bajara de la Cruz y así creerían todos. Pero esto no lo ha permitido la Divina Providencia, que ha conservado a la Hermandad de San Pío X en su lugar sin permitirle ninguna transacción nefanda con la Roma modernista, pues no es la Roma modernista la que ha de triunfar de la Hermandad, sino la Hermandad la que ha de triunfar de la Roma modernista, pues es la Hermandad la que conserva la Tradición, y con ella, al Espíritu Santo.

A partir de aquí lo que le aguarda a la Iglesia es bien claro, a la crucifixión sigue la muerte, la sepultura, el descenso a los infiernos y por último la resurrección. Antes de crucificarle ofrecen al Señor vino mezclado con hiel para engañarle, pero El, en la persona de los católicos fieles, no lo prueba. Estando en la Cruz exclama: “Tengo sed”, por estar el Cuerpo místico privado de la santa Tradición, y el Cuerpo eucarístico lleno de irreverencias y sacrilegios. Grita así por medio de todos aquellos que alzan su voz contra tanta impiedad, en especial Monseñor Lefebvre y la Hermandad por él fundada, y le dan a la boca vinagre queriendo acallar sus voces.

En el mismo momento en que un falso Papa acceda al Solio Pontificio, y por ser el Vicario de Cristo el garante y el custodio así del Cuerpo místico como del Cuerpo eucarístico, gritará Cristo Señor desde la Cruz: Eloí, Eloí, lamá sabactaní, es decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Y cuando este Antipapa subvierta bien sea la Fe apostólica, bien sea los siete Sacramentos instituidos por Cristo Señor, ya en lo mucho, ya en lo poco, quedará el mundo en tinieblas y a merced de su enemigo, y el Señor Jesucristo, inclinando la cabeza, entregará el Espíritu, verificándose entonces la mística separación del Alma y del Cuerpo y acaeciendo un grandísimo terremoto. Y este temblor de toda la tierra habrán de ser todas las plagas de la ira de Dios predichas por el Apóstol San Juan en el Apocalipsis en castigo de tantos y tan graves pecados, que bien se puede intuir que adquirirán la forma de una conflagración universal, un cataclismo bélico de proporciones y consecuencias tan graves y espantosas como no las ha conocido el mundo desde que Dios puso al hombre sobre la tierra. Viendo todas estas cosas, bajarán los hombres del Calvario dándose golpes de pecho y diciendo: Verdaderamente ésta era la Iglesia de Jesucristo y la única Religión revelada.

En ese momento se rasgará el velo del templo de arriba abajo, quedando al descubierto la impiedad de los traidores, que habían encubierto la verdad con sus mentiras, y saliendo los santos de sus sepulcros y apareciéndose a muchos, porque saldrán de sus catacumbas los verdaderos católicos para dar testimonio de Cristo. Muerto quedará el bendito Cuerpo pendiente de la Cruz, bajando el Alma a los infiernos para resucitar al tercer día. Nicodemo, entonces, pedirá a Pilato el Cuerpo para bajarlo del patíbulo poniéndolo en las manos de la Virgen Santísima para después enterrarlo piadosamente, poniendo los impíos guardias a la puerta del sepulcro y quedando el universo entero a la espera de la Resurrección. ¡Ay de lo que se le viene encima al mundo!

Mas la Divina Providencia, que ha guiado todo esto, no dejará de guiar en lo futuro a la Hermandad de San Pío X y a los verdaderos católicos hasta la victoria final, teniendo presente que ha de conservar sin tacha cuanto le entregó su Fundador, Mons. Lefebvre, y que no es posible acuerdo alguno con Roma mientras ésta sea la sede del anticristo. Ruego a Dios y a la Virgen Santísima que no bajen de la Cruz, y que permanezcan firmes en lo que han recibido hasta el final.

6. Los Papas posconciliares.

He de reconocer que jamás antes en toda la historia de la Iglesia, había sido preciso desobedecer totalmente al Papa para permanecer en la Iglesia y obedecer así a Dios. Es realmente un misterio el por qué estos Papas escucharon más al espíritu del mal que al Paráclito. A la verdad, el pecado original lo cometió el Papa Juan, como ya he dicho, el cual, además, se dejó agasajar del mundo y ser llamado bueno, cuando sólo Dios es bueno. Cometido este pecado, vendrían detrás todos los demás, siendo necesarias de nuevo para lavarlos la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor.

Sostengo sin lugar a dudas que no se ha de obedecer ni aun prestar la más mínima atención a nada de lo hecho o dicho por los Papas y los Obispos al menos desde 1963, es decir, desde que el Concilio comienza a promulgar sus infames documentos, no siendo de extrañar que el primero de ellos fuera el que más daño había de hacer a la Iglesia, es decir, el de la Liturgia. Que fueron verdaderos Papas se demuestra por el hecho de que, a pesar de todo, mantuvieron la Fe y la Moral apostólicas y los siete Sacramentos, y que no erraron ni un ápice cuando se propusieron confirmar en la Fe tradicional a sus hermanos.

Así, no erró Pablo VI en la Mysterium Fidei cuando habló de la Eucaristía, ni en la Sacerdotalis Coelibatus cuando habló del celibato sacerdotal, ni en la Humanae Vitae cuando volvió a proponer la doctrina de la Iglesia sobre la moral conyugal, ni en el Credo del Pueblo de Dios cuando volvió a proponer una síntesis completa de la Fe católica, como tampoco erró Juan Pablo II cuando con autoridad apostólica y su infalibilidad sentenció definitivamente, en 1994, que la Iglesia no tiene potestad para admitir a las mujeres al sacerdocio. Pero los actos de estos Papas están tan mezclados de errores de todo tipo, que considero mejor permanecer anclados por completo en la Tradición de la Iglesia, sin admitir nada posterior por bueno que nos parezca, hasta que un Papa verdaderamente católico sentencie al respecto con toda seguridad y sin lugar a dudas

Mención aparte merece, a mi juicio, Benedicto XVI, que me recuerda la figura de Nicodemo, que era verdadero discípulo del Señor pero en secreto, por miedo a los judíos. Aunque su actitud hacia Mons. Lefebvre no fue buena en los años ochenta, hay que reconocerle su insistencia posterior, siendo aún Cardenal, en promover la Liturgia tradicional, y la valentía que tuvo siendo ya Papa con aquel gesto sin precedentes que supuso el Motu Proprio Summorum Pontificum, y que tantos alientos ha dado a la Liturgia tradicional, así como el levantamiento de las excomuniones a los Obispos de la Hermandad. Es muy de señalar que dicho Motu Proprio lo hizo publicar el 7 de julio de 2007, es decir, 7-7-7, que estoy persuadido de que fue hecho así con toda intención y bien parece el intento de poner una última barrera al 666. El hecho de que, además, tomara un nombre que engarzaba directamente con la tradición preconciliar después de tantos Juanes, Pablos y Juan Pablos, nos puede dar una idea de sus intenciones. Pero creo que le falló la valentía y la claridad de ideas sobre todo desde el punto de vista filosófico, pues él, por desgracia, no sigue la filosofía cristiana sancionada por la Tradición, como tampoco tuvo la valentía de celebrar públicamente la Misa tradicional que él mismo había restablecido. Creo, no obstante que es mucho lo que la Iglesia le tiene que agradecer.

Y llegando a Francisco no puedo ocultar que albergo hacia él la más negra de las intuiciones. El provenir no de occidente, sino de más allá de Finisterre, su nombre, que significa “hombre libre”, su escudo episcopal carente de Cruz y lleno de símbolos masónicos, su pertenencia como miembro de honor al Club Rotario, el haber estado en tratamiento durante ocho años con un sacerdote taoísta que le curó, no sabemos por arte de quién pero de Dios seguro que no, de sus enfermedades, su aversión a todos los signos propios de la Tradición romana y papal, el ser el primer Obispo en sentarse en la silla de Pedro que jamás ha celebrado la Misa tradicional, la ignorancia del Latín de que hace gala, aquella humildad y pobreza que tanto le agrada exhibir en público, el no llamarse a sí mismo Papa, ni Vicario de Cristo, ni Sumo Pontífice, sino sólo Obispo de Roma, y tantos otros motivos, todos en la misma dirección, no presagian nada halagüeño ni para la Iglesia en general, ni para la Hermandad de San Pío X en particular.

7. La actitud de todo verdadero católico.

No sé si lo peor ha pasado ya o está aún por llegar, aunque intuyo que así es. Sea de ello lo que fuere no nos cabe más que una cosa, es decir, mantener la posiciones. San Pablo nos dice que el hijo de iniquidad se manifestará cuando sea removido el obstáculo que lo retiene. En mi opinión ese obstáculo es el Espíritu Santo recibido por la Iglesia en Pentecostés y, si bien lo miramos, esa ha sido la obra tanto del Vaticano II como de los Papas posteriores, es decir, eliminar la Tradición por la que nos habla el Espíritu Santo y el Sacramento de la Confirmación. ¿Ha llegado ya el momento de la manifestación del Anticristo por antonomasia? Sólo Dios lo sabe, a nosotros nos toca estar preparados incluso a la más terrible de las persecuciones.

Porque si la obra de Cristo fue la de redimir el pecado cargando con las consecuencias del pecado, es decir, el dolor y la muerte, la del anticristo habrá de ser todo lo contrario, a saber, luchar contra las consecuencias del pecado multiplicando el pecado a la enésima potencia, buscando instaurar un supuesto paraíso en la tierra. Y de ahí surgen ese deseo de hermandad universal entre todos los hombres y todas las religiones, sin tener en cuenta a la única verdadera Religión, ese poner una caridad mal entendida por encima de todo como si fuera lo único importante, ese convertir a la Iglesia en una agencia de mejorar la vida de los demás olvidando su verdadero fin fundacional, que no es otro que la gloria de Dios y la salvación de las almas. El reino del anticristo será el reino de la felicidad intramundana, sin relación alguna al verdadero Dios ni a la verdadera Religión, pues la única verdadera felicidad que le cabe al hombre pecador en este mundo es el profesar la Religión fundada por Cristo, ni hay en la tierra más Cielo que la Santa Misa, ni más Cristo que el de la Eucaristía, ni, en medio de sufrimientos y dolores, hay otra dicha que esperar la muerte para alcanzar la gloria del Cielo.

Invito pues a todos los católicos verdaderos y consecuentes a no dejarse engañar por la falsa bondad y engañosa felicidad mundana que ha de prometer el anticristo, permaneciendo fieles a cuanto hemos recibido, profesando con toda firmeza y en toda su integridad, y sin transacción alguna, ni grande ni pequeña, la Doctrina saludable que los Apóstoles nos entregaron así como las Divinas instituciones que el Espíritu Santo estableció en su Iglesia a lo largo de los siglos. No puede haber comunión alguna entre el Reino de Dios y el de Belial, y así, permanezcamos firmes aun a costa de nuestras vidas, que éso y no otra cosa es lo que hicieron a lo largo de la historia todos los Mártires. Acudamos con la mayor humildad a la Virgen Santísima, Ragina Martyrum, para que ella nos asista en los momentos que quedan por venir, a los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, columnas de la Iglesia, recémosle también a Mons. Lefebvre, que en un tiempo que aún no nos es dado conocer resplandecerá como uno de los más grandes santos de la historia, acudiendo también a San José, Patrono de la Iglesia Universal, a San Miguel, defensor de la Iglesia, a San Jorge, figura de Cristo que vence al diablo e ideal del caballero cristiano, y a todos los santos de nuestra devoción.

Llegará la mañana de la Resurrección y triunfará la Santa Iglesia de Dios, y en ella Cristo Señor. A nosotros no nos toca más que tomar prestadas las palabras de la Virgen Santísima nuestra Madre y mirando a Cristo sacramentado, decirle desde lo más profundo de nuestro corazón: Fiat.

Por lo que a mí respecta, quiero hacer pública profesión de mis errores. Durante años me sentí llamado a la Liturgia tradicional, pero seguí celebrando la reformada por creer que debía obedecer a la Iglesia, motivo por el cual abracé también los errores del Vaticano II. Sólo Dios sabe las dudas y oscuridades por las que he pasado, sin duda por mis pecados, de los que me duelo hasta la muerte. Me sentía dividido entre la claridad  del Espíritu Santo que me venía de la Liturgia y la Fe tradicionales, a las que intentaba abrazarme, y el ángel de la luz que me atraía sin yo quererlo desde la Roma del anticristo. Pero aun siendo grande pecador, y aun quizá por eso, deseo mirar al rostro de Cristo crucificado que resplandece en la Hermandad de San Pío X, y publicar ante el mundo que El es Justo, que no se merecía nada de lo que se la hecho porque El no nos faltado jamás en nada, y con toda la humildad de que es capaz mi miserable corazón, le digo a la Hermandad, y en ella a Cristo Señor: Eres tú quien tienes la razón. Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.

En La Vega de San Sebastián, 2-3 de mayo de 2013

adornos3

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  1. Lorenzo M. permalink
    13 de junio de 2013 1:50 PM

    Muy buena la exposición teológica del autor de este artículo: Hay mucha substancia en el para meditar y sin duda, tiene puntos de vistas generalmente poco abordados. El parrafo de su testimonio, casí al final, me trae a la cabeza la terrible división que habrán sufrido tantos buenos sacerdotes, muchos ancianos, que fueron obligados a celebrar la nueva misa protestantizada, sintiéndose tristes hasta la muerte, asemejándose N. S. Jesucristo en Getsemaní,

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