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MONS. FRANCISCO OROZCO Y JIMÉNEZ. XVII CARTA PASTORAL

30 de septiembre de 2012

En éste día -15 de agosto de 1927-, dio Monseñor Francisco Orozco y Jiménez, Arzobispo de Guadalajara, su XVII Carta Pastoral, en la que tras de invocar el ejemplo de los Mártires de otros países para que sirviera de aliento a los católicos de su Arquidiócesis, decía a éstos:

«No pasaremos en silencio los ejemplos domésticos; a cinco Mártires Mexicanos veneramos en los altares: San Felipe de Jesús, y los Beatos Laurel, Zúñiga, Flores y Gutiérrez; ese honor aún no alcanzan otros muchos que con sus sudores y su sangre regaron este suelo querido, como son los Mártires de Cajones de Oaxaca, los de Etzatlán en Jalisco y los Jesuitas en Tepehuanes y Franciscanos y Dominicos y Agustinos, cuyo recuerdo ahora es justo revivir. No es, pues, una medida para los tiempos primordiales y otra para los de decaimiento; ni la Fe ni la Religión Cristiana, ni la Iglesia Católica van cambiando con los tiempos: no hay más que una Fe, un sólo Bautismo y un sólo Señor: Una fides, unum Baptisma, unus Dominus, según lo dejó asentado el Apóstol. A Dios Nuestro Señor sea dadas gracias por el buen ejemplo que de refresco hemos recibido últimamente por el valor heroico con que han sufrido el Martirio, no ya uno o dos entre el Venerable Clero y los fieles, sino una ya verdadera pléyade de ínclitos confesores de Cristo. Ufana debe estar la Iglesia de México al contar ya en sus purísimas glorias a tantos Confesores de Cristo; muchos nombres en el momento se conservan con toda veneración en las Diócesis respectivas y sólo vagamente los va rumiando el sentimiento cristiano en las distantes. Pero seáme lícito consignar aquí algunos que la voz pública ya preconiza. Aparece en primer término el buen P. David Galván, de Guadalajara, de unos diez años atrás, lo mismo que algunos Sacerdotes de Zacatecas; y de estos últimos meses el señor Cura Batis, de Durango, dos jóvenes sacrificados en Zamora, uno guanajuatense y el otro mexicano (del Estado de México), a quienes agregamos una docena cuando menos , de varios jóvenes de la benemérita Asociación Católica de la Juventud Mexicana en varios lugares. Las circunstancias actuales no me proporcionan desgraciadamente en este momento datos suficientes para ampliar más estas noticias. Pero sí, a pesar de la amargura sentida en los primeros momentos, levanto hoy mi voz, que quisiera resonara por todas partes pregonando la grande gloria y la incomparable aureola con que mi amada Esposa, la Iglesia de Guadalajara, ciñe su frente, con los nombres imperecederos de siete denodados sacerdotes y siete seglares, dejando a un lado los no menos gloriosos nombres de tantos que en el campo de batalla han sucumbido heroicamente por su religión. Los siete sacerdotes son: el Padre Genáro Sánchez, colgado y apuñalado; el Sr. Cura de Nochistlán, Don Ramón Adame, ajusticiado cruel y villanamente en Yahualica, después de haber exigido y recibido de uno y otro vecindario por su rescate más de seis mil pesos; el P. Don Sabás Reyes, héroe del cumplimiento de su ministerio sacerdotal y con nota de crueldad neroniana sacrificado en Tototlán; el Sr. Cura de Tecolotlán, Don J. M. Robles, cruelmente sacrificado en una montaña pero glorificado por el portento de haberse encontrado por los mismos soldados en su lecho un lirio en forma de cruz, según noticias fidedignas; el respetabilísimo y benemérito señor cura de Totatiche, Don Cristóbal de Magallanes, acompañado de su novel y ejemplar sacerdote Don Agustín Caloca, fusilados en Colotlán, cierra por ahora esta serie el humilde y abnegado sacerdote Don José Isabel Flores, que por más de treinta años regenteó la Vicaría de Minatitlán, en donde fue ahorcado después de haber sufrido siniestras amenazas y tormentos con toda heroicidad. Los nombres de Anacleto González Flores, Luis Padilla, Jorge y Ramón Vargas, hermanos Y Ezequiel y Salvador Huerta, también hermanos, son bien conocidos con todos los detalles de su heroico fin. Pero al hablar de esta manera, no por eso quiero adelantarme al juicio elevado y respetabilísimo de la Santa Sede, a quién corresponde dictaminar, discernir y aquilatar los méritos de las víctimas enumeradas. Dejándolo, pues, a salvo, me concreto a reproducir y consignar aquí para edificación y estímulo vuestro, el concepto favorable y respetuoso en que ya tienen su memoria la pública estimación de los fieles».

 

Mons. Francisco Orozco y Jiménez

15 de agosto de 1927.

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