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EL IMPERIO DE HUITZILOPOCHTLI

12 de septiembre de 2010

A fines del Siglo XV el Océano Atlántico se llamaba Mar Tenebroso, considerado como algo misterioso e impenetrable.
Tras el horizonte en el que se veía morir el sol día a día, se ocultaban profundos misterios para los europeos de la Edad Media. Misterios que atraían, e interesaban y provocaban a los buscadores de aventuras. Pero un denso velo ocultaba celosamente a un mundo nuevo y fantástico.
Eran aquellos los años en que el navegante Cristóbal Colón recorría los caminos de Europa tratando de convencer a los monarcas de que era posible llegar hasta el Lejano Oriente navegando hacia Occidente. Eran los años en que los Reyes Católicos, Don Fernando y Doña Isabel, estrechaban el cerco del Reino Moro de Granada para poner fin a la Reconquista.
Muy lejos de España-a miles de kilómetros y meses de navegación-en una ciudad rodeada por lagos y que por fondo tenía dos majestuosos volcanes, ocurría algo impresionante.En el fatídico año de 1487, en Tenochtitlán, el rey Ahuízotl se disponía a inaugurar un bárbaro templo gigantesco en honor a Huitzilopochtli, el siniestro dios de la guerra. En su construcción habían trabajado durante cuatro años millares de indios esclavos. Y también durante esos cuatro años guerreó Ahuízotl contra muchos pueblos vecinos con un definido propósito: Capturar prisioneros para sacrificarlos en el estreno del colosal matadero.

Y llegó el gran día.

Los sacrificios humanos en honor a Huitzilopochtli
tenían todas las características de un culto satánico.

El alto y descubierto templo se le dedicó al sanguinario ídolo: los prisioneros capturados -cuyo número excedía los 68,000- fueron ordenados en cuatro filas que llegaban al pie de las gradas del alto cu, viniendo de los cuatro distinto puntos cardinales. Al final de cada fila había un sacrificadero.Fueron subiendo las víctimas hacia los mataderos. Allí cuatro ministros sujetaban al prisionero por sus brazos y los pies, otro le aseguraba la cabeza, un topiltzin o sacerdote descargaba sobre el pecho un golpe con el cuchillo de pedernal, le sacaba el corazón, lo ofrecía al sol, y -aún palpitante- lo arrojaba a los pies del implacable Huitzilopochtli o lo colocaba en sus abiertas fauces.
A continuación se arrojaba el cadáver escaleras abajo para que se lo disputaran bravamente muchas gentes del pueblo Azteca hasta lograr cortar algún pedazo y comérselo en el acto, aunque fuese crudo. La sangre corrió a raudales desde lo alto del artificial montículo. Los sacerdotes recogían alguna con jícaras, para untar con ella las paredes, los ídolos y sus propios rostros y cabellos. El hedor que se extendió por toda la ciudad era insoportable.
Cuatro días duró esa terrible carnicería, desde que el sol salía hasta que se metía y, según doctos historiadores murieron en tan horrenda ceremonia 80,000 hombres.
“Éste fue el acto más culminante de barbarie no sólo en la historia mexicana, sino en la Historia Universal”
Y ese fue solo el comienzo, ya que una vez inaugurado el gran matadero, no había mes en que -con un pretexto o con otro- no se repitieran tan dantescas escenas. Se calcula que unas 20,000 personas perdían la vida anualmente para medio satisfacer el cruelísimo dios de la guerra.
El atribulado pueblo Azteca gemía día y noche bajo tan infernal tiranía y no hallaba manera de liberarse de su tétrico destino. Ese era el siniestro misterio que el Océano Atlántico ocultaba celosamente a los ojos de la cristiandad europea de fines del medioevo.

Esa era la escena, tan sangrienta y repugnante que, al decir de Schlarman, si la Reina Isabel la hubiese contemplado “se hubiese desmayado de espanto”.
“Pero Dios N.S., en el tiempo fijado por su misericordia iba a poner fin a tantas atrocidades, con un golpe maestro de su diestra y que había de repercutir en todos los tiempos, como testimonio de amor preferente para con todos los reinos del Anáhuac”
En el plan armónico de la historia todos los hechos tienen un oculto sentido que después resplandece. Fue necesario el hundimiento de Grecia y el surgir magnífico del pueblo romano; fue preciso el poderío avasallador de su imperio dando unidad al mundo y articulando sus partes dislocadas en un solo organismo jurídico, para que el acontecimiento central de la historia humana, el advenimiento de Cristo, se produjera en el mundo en condiciones de centelleante propagación. Los acontecimientos más sublimes generados por la voluntad de Dios, enlazan maravillosamente lo divino y lo humano, el orden natural y la realidad sobrenatural.
“En America ocurría lo mismo. Están dispuestos ya los elementos humanos. Un pueblo de Anáhuac que ignora su destino. Una raza cristiana que rebasa los mares. Un capitán denodado con la espada en la diestra y la Cruz en el pecho. El mundo expectante…, presiente algo grandioso… El drama empieza…, y la Madre de Dios, la Virgen María, sabe que el momento solemne se acerca de ganar para sí el corazón entero de un pueblo que es el objeto mismo del drama”.
 Fue así como, por especial designio de Dios Todopoderoso, llegó para estos sufridos pueblos del México Precortesiano el ansiado día de su liberación.
Desde tierras de Oriente, tal y como siglos antes lo profetizara el bondadoso Quetzalcóatl, llegaron hombres blancos y barbados dispuestos a implantar toda una era de paz, progreso, dulzura y amor.
Era voluntad de Dios que el mal fuese vencido, que el demonio fuese desterrado y que la dulce doctrina de Nuestro Señor Jesucristo arraigase en los corazones del noble pueblo mexicano.
Una de las escenas más impresionantes y significativas de la Conquista de México se desarrolla cuando Cortés -armado con una barreta de hierro- subió al Gran Teocalli, golpeó con ella entre los ojos al feroz Huitzilopochtli y, en pocos minutos, el ídolo demoníaco rodaba por el suelo hecho pedazos.
El Bien – representado por la Fe de Cristo- cuyo brazo armado en esos momentos era Hernán Cortés contra el Mal -personificado por el brutal Huitzilopochtli-, el cual en esos momentos se arrastraba destrozado por las gradas del Cu, al igual que Luzbel cuando cayó vencido a los pies del Arcángel San Miguel.
Y Cortés -de rodillas- con lágrimas de alegría en los ojos  y con un Crucifijo en mano exclamó en voz alta:
“Infinitas alabanzas te sean dadas Dios verdadero, el los siglos de los siglos, porque has permitido que al cabo de tantos años que el demonio con la abominación de sus errores, tiranizaba estas incógnitas naciones, asentado en este trono, le haya por nuestras indignas y débiles fuerzas desterrado a los abismos donde mora”
A partir de ese momento se cerró un doloroso capítulo de la historia de nuestra patria y empezó a forjarse la verdadera nación mexicana.
Que bien encuadran aquí aquellas sonoras frases del ilustre historiador don Alfonso de Trueba:
“No nos cabe duda de que el demonio, el real, el auténtico demonio, había tomado posesión de los mexicanos, los había embrutecido y puesto a su servicio.
¡Glorioso el día en que apareció la Cruz y puso en fuga a la legión satánica!
Entonces el indio mexicano, este indio apacible y manso, fue rescatado de las garras del Malígno y pudo al fin tener un día de paz”
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